UNA VACUNA CONTRA EL MIEDO (II)
Los pocos temarios y valientes que a través de aquella cegadora luz alcanzaron a conquistar y observar sin distorsión la realidad, trataron de rescatar a quienes aún en la caverna seguían encadenados a las viejas sombras. Sin embargo, fue el oprobio, el desprecio y el rechazo lo único que encontraron en aquel intento de ofrecer un aroma distinto a la obscuridad que aquellas sombras aguardaban.
Así, aunque un grupúsculo díscolo decidió seguir la senda de un camino nunca antes hollado, la inmensa mayoría, huérfana de criterio propio y clamando por un pastor que les guie hasta el establo y paja sobre el que pernoctar, siguieron encaramados a esa opinión publica fabricada ad hoc para el asedio de quien piense diferente. Y no sólo para el que piense diferente. Más aún, para el que tan sólo tenga la osadía de atreverse a pensar. Sintiéndose pues las masas seguras en el establo y balando al unísono, se encaraman cada noche a la versión oficial esperando una nueva ración de órdenes a obedecer. Una nueva dosis de sumisión al miedo. Ese miedo que sí o sí es el salvoconducto del Estado-Administración para convertir al ciudadano otrora libre en ahora un rebaño-masa servil y adocenado.
Y ese miedo perfectamente diseñado e inoculado a gran escala, es el que ha gobernado y gobierna todos y cada unos de los informativos mediáticos cuyo sorbo diario mantiene el pánico necesario en nuestro torrente sanguíneo. Este terror es el mecanismo merced al que dominando sutilmente los más insondables rincones del inconsciente colectivo, ha llevado a miles y millones de personas, no sólo en España, a dócilmente asistir a esas citas “con su salvador”, un tentáculo del poder ejecutivo vestido de voz dulce y bata sanitaria. El aguijonazo vendría acompañado de una inquisitiva y silenciosa sonrisa de un sanitario que, lo supiese o no, estaba coadyuvando con la apisonadora del Estado. Era indiferente si el ciudadano-administrado ignoraba o no lo que aquella inyección contenía, o lo que a medio-largo plazo le pudiere producir en el templo de su cuerpo. Lo único que importaba e importa, es que el seísmo de los medios de comunicación enarbolando la bandera del pánico hiciese sentir su temblor en los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía patria. Y no sólo en nuestra tierra, sino también allende los mares.
Así pues, esa postiza libertad con la que así mismo se finge un servil y automatizado pueblo, proyecta sus profundas raíces en la “ideología del miedo”, en ese binomio “Estado & medios masivos de información”, el cual a modo de buldócer, no deja margen al pensamiento científico-médico libre, y aún menos, al más mínimo conato de divergencia intelectual. Una administración-rodillo que desde tiempos pretéritos en que enseñara sus fauces este tan excéntrico y exótico virus (suponiendo en un ejercicio de profunda y inescrutable fe ciega, su verosimilitud y certeza), hubo aplicado implacablemente sobre el vulgo la más mortífera e intangible de todas las inyecciones: el miedo. Fue el miedo, y sólo el miedo, lo que el Estado-Administrado necesitaba fecundar en una sociedad ya varios lustros inerme e infantil para garantizarse el óptimo escenario en el que hasta el más díscolo ciudadano, suplicase la salvación, y como borrego que sin pensar ingiere el pienso, acudiese en masa a su “ración de vacuna”.
Un brutal pavor perfectamente dosificado por los medios de comunicación al modo de sicarios del poder, en aras a cubrir la “pauta completa” necesaria para convertirnos en la sociedad más dócil, cobarde y esclava de todos los tiempos. Una sociedad anestesiada en la “ideología de la vacuna” (ni siquiera la embustera ideología de género ha conseguido tan magníficos resultados), replicando y refrendando a pie de bar el ya memorizado dogma “vacúnate, es por tu bien”, creyendo asistir por convicción y reflexión propia a que como a las reses estabuladas, le marquen el lomo en el “establo de los súbditos obedientes” para, al salir de allí, disfrutar de la “cartilla de buen ciudadano”. Objetivo cumplido para el Estado. Una vez aplacada la escasa disidencia y abatidos los que con más o menos acertado criterio observan una realidad distinta a las sombras, ya no le hace falta al Estado ofrecer información alguna sobre lo que el ciudadano medio está hipotecando su sangre, ni sobre las consecuencias que a medio-largo plazo embestirán sobre su integridad física y mental.
Objetivo cumplido. El Estado ha conseguido lo imposible, que millones de ovejas, saciados de un terror invisible, acudan henchidos de obediencia, fe y consentimiento ciegos, a ser estabulados, ordeñados y vacunados. Un consentimiento viciado desde el primerísimo momento en el que el Estado-Administración, no sin la aquiescencia de unos medios de comunicación sobresalientemente subvencionados, ha construido toda una tenebrosa atmósfera de miedo bajo la que el “consentimiento válido, libre, espontáneo e inequívoco del ciudadano” (tal como lo describe la muy diversa legislación civil, penal, etc) ha sido asfixiado y por lo tanto parapléjicamente emitido. Y precisamente este consentimiento viciado y prostituido por el terror, es el que debería hacer temblar el pulso de cualquier juez que ejerza de forma independiente y que tuviere que dilucidar si la inyección de la vacuna ha sido correctamente informada, y mucho más importante, si ha sido legal y constitucionalmente consentida.
Ríos de tinta harían falta para poner de relieve la inmensa e ingente legislación que directamente o indirectamente versa sobre la hiriente materia sobre la que en este segundo fascículo estoy tratando, por lo que para acotar el relieve en el que nos situamos me ceñiré a algunos de los preceptos que de forma más puntiaguda inciden sobre el que desde un inicio, fue posiblemente el más sucio y subrepticio intento de aniquilar cualquier voluntad libre y espontánea, convirtiéndola en un tentáculo ciego de un mantra fabricado a clan escala por la casi la totalidad de los medios de comunicación. Así por ejemplo, en la esfera de la responsabilidad civil sanitaria, el denominado “consentimiento informado” es el exponente máximo del derecho de autonomía del paciente, y por tanto, el aspecto más relevante en la relación médico-paciente. Lo mismo se puede predicar cuando ésta relación se da entre la administración sanitaria (Estado) y el paciente. El médico, como tentáculo del Estado-Administración, se convierte en parte contractual para con el ciudadano, de tal forma que el defecto o vicio en el consentimiento revela no solo un incumplimiento de la “Lex Artis” que debe gobernar toda actuación sanitaria (ya sea por parte del médico privado, o sea derivada de un médico de la seguridad social a modo de tentáculo de la administración sanitaria –Estado-), sino además como una flagrante manifestación anómala del servicio sanitario que el Estado-Administración viene obligado a satisfacer.
No es el “consentimiento informado” una prerrogativa de la que disfruten los poderes públicos (ejecutivo, legislativo y judicial) en aras a, según su arbitro, proyectar los efectos de la sanidad allá donde ellos consideren alcanzar, sino un derecho absoluto de los ciudadanos que encuentra su bastión y fundamento entre otros, en el artículo 10 de nuestra Carta Magna cuando reza ”… la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social…”
En la misma línea, pero como mandato constitucional que obliga directamente a la administración sanitaria, damos un importante salto al precepto 43.2 del mismo texto constitucional, en el que sin posibilidad de réplica reza “…compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto…”. Es así como la Constitución Española, más allá del título preliminar que extendidamente expuse en mi anterior artículo en este digital, Diario de un Jurista, conjuga la sin paliativos obligación del Estado (a través de la administración sanitaria) de satisfacer y tutelar la salud pública con la sacrosanta libertad del ciudadano de elegir en todo momento la decisión a tomar respecto a su integridad física y salud tras por supuesto y no podría ser de otra forma, haber sido escrupulosa y debidamente informado sobre las potenciales consecuencias de todas y cada una de sus decisiones.
En este sentido, y como extensión legal de la Constitución, nos encumbramos en una importantísima Ley 41/2002, de 14 de noviembre, reguladora de la Autonomía del Paciente y Derechos y Obligaciones en materia de información y documentación clínica, en cuya estructura hallamos la arquitectura de lo que antecede a cualquier decisión que el ciudadano de a pie deba tomar sobre su propia salud. Comenzando por el capital precepto 2 de ésta ley, nos encontramos con un… “toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios. El consentimiento, que debe obtenerse después de que el paciente reciba una información adecuada, se hará por escrito en los supuestos previstos en la Ley…; con un mismo credo, pero concretando aún más lo que este fascículo expongo, esto es, el consentimiento informado, observamos con atención el artículo 8, en cuyo primer párrafo expresamente expone …”toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso”.
Podríamos seguir buceando en los muchos e importantísimos matices que esta ley sobre la Autonomía del Paciente exhibe y enarbola, como es la información acerca de los potenciales riesgos que puede suponer la intervención médica, pero en este concreto fascículo he preferido centrarme exclusivamente en el consentimiento mismo. Un consentimiento que, como señalo más arriba, seria cuanto menos y bajo la lupa de un juez independiente que debiera discernir si ha sido o no prestado de forma válida e inequívoca, puesto seriamente en duda y entredicho. Y es que bien en la esfera civil, bien en la penal (que trataré en próximos fascículos de “Una vacuna contra el miedo”), bien en la esfera de las relaciones entre el Estado-Administración y los ciudadanos, la voluntad no puede ser forzada mediante miedo, coacciones, etc, ya que entonces la cualidad de “libertad” inherente a toda aceptación, voluntad y consentimiento, perdería todo su sentido y cualidad.
Que cada cual reflexione, aunque sea en el silencio de la soledad, si a inequívoca y propia voluntad y sin coacciones externas fue a inocularse, o si más al contrario fue el miedo al rechazo social, a perder el trabajo, y a un largo etc.,. de silenciosas coacciones fraguadas por el simposio “Estado-Medios de comunicación” lo que le llevó a dejarse estabular como las reses. Claro que, el ensordecedor silencio de la noche se puede convertir en el peor enemigo de quienes prefieren seguir engañándose a sí mismos con las sombras antes de atreverse a girar el cuello hacia la luz y reconocer que quizás han sido engañados, y de que sin el yugo del miedo, jamás habrían prestado su consentimiento.
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